Como el ventilador de techo en el que una vez se nos enredó un avión de papel con un dibujo de Drácula, el que a veces volaba a lo alto, lejos, aterrizando en praderas y enviando imaginarios mensajes de mayday al estrellarse con los troncos de las ceibas.
Y los perros nos cercaban donde empezaba la falda del monte y se adherían piedras grises con musgo verde, y nosotros les huíamos, escalábamos las piedras como una hazaña y la casa era la cima en la cumbre del Everest.
Llovía, a veces llovía, a veces no hacía calor. Apagábamos los ventiladores y nos sentábamos en la parte cubierta del patio a mirar los goterones caer y formar charcos, a mirar las flores de buganvillas caer y juntarse en el piso.
A veces yo me ponía una flor en el pelo.
Uno tiene la particularidad, la terrible particularidad, de vivir las cosas sin saber que va a extrañarlas.
De lanzar el último avión con dibujo de Drácula y pensar que va a lanzar más.
Que los va a seguir lanzando siempre.
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