-¿A dónde me trajiste?
La joven se extrañó del aspecto de su hermana. El pelo, normalmente ondulado y de un rubio claro, caía en una cascada lacia sobre sus hombros. Y el rostro, más pálido, lánguido y bello de lo que era normalmente. Su porte, normalmente entre jovial y gruñón, se mostraba ahora imponente.
Ella no respondía nada, se limitaba a mirar a lo lejos con sus ojos oscuros.
El sitio parecía normal. Un edificio amplio con algunas puertas de vidrio en sus paredes. La joven lo reconocía, pero no lo recordaba. Y la luz era tan blanca, tan impecablemente blanca.
Los ojos de su hermana la miraron a los suyos propios. Lo extraño era que el marrón oscuro del iris se desteñía a gris oscuro, a plateado, a blanco. Era desagradable la forma en que se desteñían, por parches. Y entonces las manchas rojo brillantes aparecieron, haciendo lucir los ojos como de bestia albina.
-¿Qué... qué le pasa a tus ojos?
-Voltéate.
Giró para encontrarse con otra puerta de vidrio, opaca, de las que sirven de espejo. Y vio allí sus ojos escarlata, su rostro que no era su rostro, su cuerpo que no era su cuerpo...
Del susto tropezó con el borde del baldosín, observando como una mujer daba su evaluación del suceso tras unos lentes muy gruesos.
Ahora, por más que sus ojos rojos intenten evitar el sol, aunque corra huyendo del terrible mediodía, siempre hay un resplandor sanguíneo que escapa para rebotar eternamente en los espejos de los muros.
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