La pequeña liebre ártica trotó entre las coníferas, perennes y frondosas entre el helado invierno. La zorra plateada, delgada y ágil como una saeta, salió a su encuentro.
-Ven conmigo a comer esta noche, pequeña liebre blanca.
La liebre tendió sus orejas hacia abajo, temblando de miedo ante la astuta zorra.
-No, zorra plateada, me comes.
La zorra dejó relucir sus afilados colmillos, brillantes ante el sol invernal como aquella tundra inmensa y solitaria.
-Está bien, pequeña liebre blanca, admito que quiero comer tu suave carne y hasta guardar un poco para estos meses de austeridad ¡Je je je! Pero veo que no te faltan agallas. Hagamos un trato: un concurso de velocidad.
La liebre sabía sin duda alguna que era más veloz que la zorra. Intuyó la trampa en la propuesta, pero aceptó. Sabía que, de no aceptar la propuesta, sería perseguida y devorada.
La zorra llevó a la liebre hacia un recodo de una de las gélidas montañas. Señaló la cima con su pata plateada y le dijo: -Hasta la cima, pequeña liebre blanca. Si llegas tú primero, prometo no volverte a molestar. Si llego yo primero, te degüello y te como.
La trampa se hizo clara a los ojos de la liebre. Los altos riscos le hicieron saber que, a menos de que supiera el camino, probablemente rodaría de nuevo a la base de la montaña en menos de lo que se derrite la escarcha en verano. Y la zorra, ágil y astuta, saltaría sin riesgos hasta la cima. Sin embargo, emprendió la escalada. ¿Qué más podría hacer? Saltó, con amplios pero no muy certeros saltitos, entre roca y roca, entre nieve y nieve. La zorra, riéndose entre dientes, corrió hasta salir de la vista de la liebre, para subir por un amplio pero poco visible camino, seguro y duro. La liebre, mientras tanto, sentía sus patitas cada vez más heladas.
-Tengo que llegar. Tengo que llegar.
De repente, una sombra gris y grande surgió de la helada cima. Trotó montaña abajo y se abalanzó sobre la zorra. Un restallido de chillidos y gruñidos duró por un momento, hasta que la piel plata de la zorra de tiñó de granate.
Era un lobo gris.
-De la que me he salvado.- Pensó la liebre, frotando sus patitas, ignorando la otra sombra gris que, relamiéndose, se acercaba a su níveo lomo.
Moraleja: Si no te come la zorra, te come la loba.
Moraleja 2: Todos estamos jodidos, tarde o temprano.
Moraleja 3: Los lobos andan en manada.
2 comentarios:
La sensación de la historia fue tal que me arranqué una costra de la rodilla y el pus se chorreó por toda mi pierna.
Me hizo recordar al olor a mierda pisada en verano, escarbada por moscas mutantes.
Suícidate.
Gracias, Koru-Kun.
Mi misión de antimoralización mierdosa parece cumplirse a cabalidad.
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