Sonrió al verla dormir, removiendo las sábanas con su trasero de un lado a otro. Encendió el cigarrillo, y lo puso en sus labios mientras su sonrisa se transformaba en una mueca de asco.
-Perra.
Bajó al garaje y buscó el tarro de gasolina. El cigarrillo le llenaba la mente de evidencias repugnantes, piezas de ropa interior manchadas de sangre, cartas con estampillas robadas y tragos de champaña que se echaron a perder. No encontraba el tarro. Se sentó el banquito cojo y cubierto de polvo a gastar su cigarrillo y a deleitarse con su suicidio lento.
-Sos mi cáncer, te respiro e inflamás mis pulmones. Tus fragancias, tus fluidos hacen mutar mis genes, me transforman lentamente en un ser que nunca fui. Lleno de tumores tuyos que hacen metástasis, que me presionan el cerebro, que me pudren por dentro.
Soltó una bocanada de humo que flotó enredándose en figuras proféticas, en partículas venenosas.
-Que me invadás te lo perdono. Que me matés te lo perdono. Que me atés a tu cama blanca como una camilla de hospital, que conectés mi sangre a tus máquinas sagradas... ¡Te lo perdono!- Tiró el cigarrillo y lo aplastó con su suela, sus dientes amarillos soltando los últimos vapores de tabaco. Apretó sus nudillos, divisó el tarro de gasolina en una caja frente a él. -Lo que no te perdono... lo que no te perdono... es que seás una epidemia.
Dejó caer la gasolina en chorritos terapéuticos por cada habitación, mientras sentía que su cabello negro caía a mechones y las náuseas lo retorcían. Trazó dibujos con la gasolina, plasmó los vapores del cigarrillo en charcos pegajosos que daban visos con la luz. Bailó con el tarro una enferma danza moribunda, y ella, en su blanca cama, seguía moviendo su trasero de un lado para otro en sueños epidémicos y adúlteros. Él, el psicópata-novio-idiota de turno-oncólogo, raspó fósforos contra su cajita bailando entre arcadas hacia la puerta de entrada. Y los lanzó.
Se alejó de la casa en llamas, con su cabello creciéndole de nuevo como una selva. Encendió el último cigarrillo de la cajetilla y aspiró su humo dulce. La presión en su cabeza despareció en cuestión de segundos.
Se quitó el cigarrillo de la boca, lo miró. Quitándoselo de sus labios sonrió como nunca lo había hecho. Sin haberlo terminado, lo lanzó al suelo y lo aplastó con la suela.
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