Cuando vio a aquel correr por el prado, supo que era aquel que se había ido. No lo recordaba, pero una corazonada surgía dentro de ella. Decidió seguirlo, contra todo sentido lógico, contra toda recomendación. Nadie la vio salir, nadie la vio irse, aunque todos estaban aún allí.
Corrió tras él por el pasto reseco, bajo los laureles inmensos y lo vio entrar por una puerta carcomida por la humedad y el comején, a medio tapar por el pasto crecido. Corrió tras él después de la puerta, corrió tras él por una escalerilla de madera y bordeó los muros impregnados de cal.
Y él, como nunca hizo el conejo blanco, se detuvo a esperarla al lado de las tuberías brillantes. Ella se detuvo frente a él y lo recordó. No era así como lo veía en sus sueños, pero no cabía duda de que era él.
Era aquel que se había ido.
-¿S?
-Sí.
-¿Por qué?
-Quise volver.
-No entiendo...
-Te tengo que mostrar algo.
-¡Nada!¡Ni se te ocurra mostrarme nada!
Se tapó los oídos, escuchando en su cabeza las mentiras de la última vez. Aquel partió en una mañana de febrero y no supo dar las despedidas. Aquel dijo todos esas cosas que dicen los protagonistas de las novelas, pero fueron menos que tinta en un papel. Fueron un montón de palabras lanzadas al viento mientras se está de espaldas, un montón de etcéteras y de postales trasatlánticas. No significaron nada. Y ella, recordando esto, huyó con las manos entre los cabellos.
Sabiendo que debía hacerlo, él corrió tras ella. Corrió por el sótano poco iluminado y la alcanzó en la única esquina en que la luz dejaba ver claramente. La acorraló con sus brazos, sonrió.
Ella deseó al cerrar sus ojos tener carácter por una sola vez. Quiso apagar la voz de su cabeza que resonaba desde esos días antiguos, esos días oscuros como serpientes negras reptando fuera de la niebla, serpientes que un día fueron abrazadas, otro desechadas, y nunca nadie debería volver a tenderles la mano.
Él quiso besarla. La determinación furiosa del rostro de ella sólo incrementaba la tentación. Se acercó más a ella.
-Acompáñame a mi cuarto, deja que te muestre lo que he creado.
-No.
La besó sin importar su respuesta.
Entonces ella supo que ya era muy tarde. Otra portezuela se abrió con lentitud y él, tomándola de la mano, la condujo a través del umbral.
La realidad moría poco a poco.
Subieron por un túnel colorido, con tiestos de colores colgados a lo largo de unas ventanas rotas que no daban a ninguna parte. Emergieron en un balcón asombrosamente similar a aquella torre piramidal en que se conocieron en un día lejano. Pero los recuerdos ya no impresionaban, fluían.
El cuarto de S se hallaba sólo unos pasos más adelante. Más tiestos se balanceaban en el balcón, bolas de brezo rodaban por el suelo en todas direcciones y algunos azulejos ocre señalaban el pequeño agujero que servía de entrada al cuarto.
El agujero posiblemente servía para un gato o una comadreja, pero no para un ser humano. S. se introdujo a través del agujero, y por alguna razón incomprensible, entró.
-Nada es como parece.
Ella se deslizó por aquel hueco, como si este se anchara o ella se encogiera. Entró al cuarto azul pálido, que estaba ocupado por una cama absurdamente alta, algo tapado con una manta, cuadros de lagos y conejos y un nochero. En el nochero había un bonsái de cristal, cuyas hojas al caer llenaban el cuarto de esquirlas refulgentes.
S. sacudió el árbol, feliz al observar como las últimas hojas caían y se rompían.
-Eso es importante, pero no es lo que voy a mostrarte.
S. retiró la manta. Bajo la manta había un espejo que en vez de reflejar el cuarto mostraba...
-¿Oxford?
-Sí, Oxford.
Ella se echó a reír, buscando en su bolsillo alguna de esas tantas postales trasatlánticas.
Pero todo esto, por supuesto, no fue lo que en realidad sucedió ese día.
2 comentarios:
No sabés el terror que despertó en mi una caída vertiginosa de tales aptitudes memoriales... La belleza, sin excusas de recuerdos amordazados dentro de un cofre de finas chapas, pegando dulces gritos, trayendo la verdad del abandono... le temo a tus letras y más que a ellas, le temo al rostro sin rostro que hay tras las manos que las engendran.
No hay rostro... hay ocho ojos y ocho patitas, girando, revolcándose.
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