Su cabello era rojizo y flameante, sus ojos grises y penetrantes como una navaja, y su cuerpo se parecía al de una muñequita de porcelana.
Ella era perfecta e inerte, a pesar de que estuviera de pie, respirando lentamente y moviéndose de tanto en tanto.
El chico llegó perturbando la perfección de la escena, tal como una mancha de café perturba la belleza de un vestido de novia. Estaba muy nervioso, un poco sucio, y sostenía una flor escarlata entre sus manos. Se dirigió hacia ella, como yendo hacia el ojo de un huracán, haciendo crujir las hojas bajo sus botas embarradas. Un rato después, con un esfuerzo mayor al que se podía notar a simple vista, llegó hasta ella y cayó a sus pies.
La joven no tomó la flor ¿Tenía razón alguna para hacerlo? Esperaba que el chico desistiera de su intento, pero no lo hizo.
-No te voy a recibir esa flor- Dijo la joven con voz dulce pero fría.
El chico bajó la mirada y pensó en la flor que le había traído. Una "gota de sangre", no demasiado común, tan roja que las rosas de carmesí más intenso palidecen cuando una de estas flores crece cerca. Suspiró un poco triste.
-Aún así, hay algo que tú podrías traerme.
La esperanza asomó en los ojos del chico. Se puso de pie, sin soltar la flor.
-Y...¿Qué podría ser eso?-Preguntó.
-Una antigua reliquia. Pero yo no puedo ir por ella.-Sus ojos grises relampaguearon y su boca esbozó algo parecido a una sonrisa-En cambio, si tu fueras capaz de traérmela... Es una tarea difícil, claro.
-No importa. Dime qué tengo que hacer.
-Tienes que adentrarte por el bosque, por el sendero de la izquierda. Luego sigue caminando hasta que llegues al pantano. Arréglatelas para atravesarlo y entra a las cuevas que hay al otro lado. Tienes que subir la colina por dentro de las cuevas. Ten cuidado con las partes de mármol, es muy resbaladizo. Cuando llegues al final abre la puerta negra y dirígete al atrio donde está el baúl de plata. Ábrelo, y tráeme el objeto que encuentres dentro.
El chico accedió sin dudarlo, aunque sabía que obviamente era una tarea mucho más difícil que recoger flores.
-Adiós- Se despidió- No tardaré demasiado.
Y se fue, dejando la flor en el suelo.
No hace falta decir que el muchacho marchó, marchó y marchó hasta el cansancio. Marchó sobre las alimañas del suelo y entre las miradas penetrantes de las fieras del bosque. Marchó venciendo zarzas espinosas y genios malignos. Hasta que llegó al pantano.
El pantano era tan solitario, pero no tan oscuro , como el bosque. Hay que aclarar que era al menos el triple de apestoso y nadie, nunca, osaba atravesarlo. A pesar de los peligros que le acechaban, el chico decidió que no le quedaba otra opción que atravesarlo. No era sólo porque amaba a la muchacha que le había encomendado aquel cometido; él sabía que si no le traía su reliquia perdida, ella podría hacerle cosas mucho peores que lo que le aguardaba en el pantano.
Entonces armó una balsa y se aventuró al lodazal, manteniendo la vista fija en la cima de la montaña que solo le acarrearía el principio de su final.
***
... Y la joven había recogido la flor de la hierba, y jugaba con ella, pellizcándole un poco los pétalos, sin llegar a arrancárselos. Cerraba los ojos, aspiraba el aroma de la flor y abría los ojos de repente, mirando de reojo como comprobando que nadie se atreviera a mirarla...
***
Cuentan algunos que se dicen sabios que la razón por la cual el chico atravesó el pantano maloliente con una balsa maltrecha fue que su amor alejó a todas las fuerzas del mal. Pero hay otros, a quienes llaman mentalmente insanos, que creen que fue la magia que poseía la joven lo que lo llevó sano y salvo al otro lado.
Haya sido lo que haya sido, la verdad es que el chico realmente logró esa proeza. Se dirigió en ese momento a las cuevas, cavernas frías y oscuras cuyos extraños muros de mármol formaban toda clase de figuras espeluznantes. El chico estaba asustado, aunque al menos tuviera fósforos para iluminar la accidentada senda (que casi parecía una escalera) que subía entre las cuevas. Subió con cuidado, esquivando las bandadas de murciélagos que le revoloteaban con curiosidad a su alrededor. Entonces, más rápido de lo que cualquiera pudiera creer, estaba ante sus ojos la puerta negra. La puerta que guardaba una antigua estancia llena de secretos de reyes que no pasaron a los libros ni a las memorias. Una estancia en la que las maldiciones se habían desvanecido, e incluso los monstruos habían muerto de viejos. Entrar no sería difícil, salir tampoco, si el aire de tiempos olvidados no acababa por enloquecerlo.
***
Ella lo esperaba. Guardaba la flor entre sus tersas manos. Era lo mínimo que podía retribuirle por el esfuerzo y los peligros sorteados. El tiempo no pasaba sobre ella, ni sobre el bosque...
Y ella recuperaría lo que era suyo por derecho.
***
Guadaña en mano, corrió sin parar un solo momento, sin asustarse un solo momento, aunque ya las sombras se posaban sobre los árboles. Corrió hasta que la figura delicada que tanto ansiaba ver se vislumbró entre los árboles, hasta que la luz del crepúsculo le iluminó el rostro.
Aminoró el paso y le sonrió, mientras ella también le sonreía. Sus pasos acortaron la distancia que ya no existía entre las miradas. La escena fue perfecta otra vez, mientras él ponía la guadaña en las manos de la joven... El mango metálico se resbaló entre las manos temblorosas y la hoja afilada por los siglos rasgó la piel de porcelana.
Una única gota de sangre corrió hasta la florecilla escarlata. Fue una sola gota de sangre la que se convirtió en néctar amargo; cuando la joven, cada milímetro de su cuerpo, se transformó en polvo.
Nadie puede amar al polvo, ni abrazarlo, ni aún siquiera extrañarlo en las noches lluviosas. Por eso el chico lloró, y el bosque y todas las cosas que allí habían se disolvieron en la nada. Fueron polvo...
Pero la flor permaneció ahí por toda una eternidad, porque después de todo la pequeña flor escarlata aún podía ser amada.

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