Se deslizó por las ruinas, entre la oscuridad, desplazando arena y rocas a sus lados. Buscaba minas, armas, lo que quedara. No encontraba mucho. Las armas escondidas de esos años eran arcaicas, y sus portadores primitivos. La cosa se arrastró, buscando. Tuvo una señal corta y se dirigió hacia ella.
Los restos de unas escaleras, huesos, restos de herramientas y objetos varios, todo tan surreal en el desierto lleno de esqueletos de árboles quemados y máquinas como él, como la cosa que explora. La cosa no sabe cómo más describirse, pero no importa. Sólo las cosas llegaban allí, y él era una buena cosa, una muy buena cosa. La cosa detectó un destello y se acercó, curioso. No era un arma, era un cilindro dorado con un círculo blanco incrustado. El círculo tenía líneas e inscripciones negras en su contorno, y tres palitos que giraban rítmicamente señalando los grabados negros. La cosa se preguntó, deslizando sus dedos de titanio por el metal del objeto, si le dejarían llevárselo.
Había más objetos en el sitio que la cosa desconocía. No parecían dañinos, ni buenos, pero eran bonitos para la cosa. Había muchas formas y colores, tan extraños para la cosa que quiso llevarlos todos. La cosa era muy resistente, pero no podía llevar objetos desconocidos y armas al mismo tiempo, no cabría por la entrada de su centro.
La cosa, molesta por llevar demasiado tiempo allí, curioseó por última vez uno de sus objetos favoritos, una lámina delgada y suave que le parecía extrañamente conocida. En ella estaba plasmada una imagen hermosa, representando un ser del color de las nubes al ocaso, o de la arena rosácea, y de perfectas formas redondeadas. El ser se perecía más a la cosa que a los seres que lo manejaban y la cosa acarició la imagen, plenamente feliz.
La cosa salió del escondite, veloz, esperada para ser fundida y convertida en municiones para armas de mediana calidad.
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